miércoles, 25 de junio de 2014

SASHO



Valentín Estrada Castillo

En algún lugar leí que los gatos no tienen dueño. Esta apreciación siempre la he tenido en cuanto a todos aquellos que me han hecho compañía a lo largo de mi vida. Pero Sasho exageraba. Mas que no pertenecerme, yo le pertenecía. Cuando llegó a mi vida, (regalo de unas señoritas que aún tienen una tienda en el centro de mi pueblo y, aún siguen solteras), era pequeño y flaco. La mayor parte de su cuerpo de pelo negro, desde la barbilla hasta la panza, pelo blanco, nariz y labios rosas y ojos negros. Yo tendría unos once años y el un mes y medio. Al tomarlo de manos de Socorrito, le dije “Sasho”; y él se acurrucó en mis brazos. Al llegar a casa, como era temporada invernal, lo puse en una cajita de zapatos con trapos. Eran los años de los reguladores, ruidosos y calientes, obligatorios para los televisores; así que, la caja la puse sobre el regulador. Tomaba leche y sopa; ocasionalmente, pequeños trozos de carne. Conforme pasó el tiempo, siguió durmiendo encima del regulador y su dieta no varío. Mi papá trabajaba la carpintería. No era ebanista, Elaboraba el último mueble que usa la mayoría de difuntos. Sencillos, pero hermosos ataúdes barnizados al natural o pintados de azul o gris. Los trozos de madera y viruta, eran acumulados en un rincón. Además, cosechábamos maíz y se guardaba en un tapanco, por lo que era necesario y obligatorio contar con el apoyo de algunos gatos. Fifí era un perro pequinés dorado que ayudaba en las labores gatunas, no comía ratones, sólo los mataba. Estos pequeños difuntos se los dábamos a Sasho, pero después de una mirada despectiva, se retiraba. En ocasiones, lo intentábamos con agonizantes ratoncitos, pero el resultado era el mismo. Después de varios años me enteré de que, al irme a la escuela, mi papá y mi abuelito lo abandonaban lejos de casa, por no cumplir con sus obligaciones. Pero en la tarde Sasho estaba de vuelta. No maullaba, sólo ronroneaba. Tampoco perseguía gatas en celo. La verdad es que era muy flojo. La comida se la teníamos que acercar o llevar hasta donde durmiera. En esos años llegó a mi vida Motita, maltés blanca, hermosa y cariñosa. Madre de Boomerang, Penny y Fifí II. Sasho dormía con ellos cuando se le antojaba o cuando se caía del regulador, porque ya no cabía sobre de el. Además, una tarde, mi hermano Salvador se encontró a unas cuadras de la casa, una hermosa rata blanca macho. Cuando me la dio mi hermano, me recomendó que la pusiera en una jaula para que Fifí o Sasho no le hicieran daño. Le puse Sócrates y se las presenté a todos los peluches de la casa, la olisquearon un poco y ya. Fifí la lengüeteó y movió el rabo. Después, se la puse en la panza a Sasho. El dormia de costado y, al sentir el peso enderezó el cuello, también lengüeteó a Sócrates y siguió durmiendo. Puse a la ratita en una caja de zapatos (siempre útiles y multifuncionales), con trozos de tortilla, maíz, pan y galletas y la coloqué a un lado de mi almohada. Y, al otro día, al despertar, Sócrates seguía en la caja. Sus pequeños ojos rojos y sus manitas me gustaron mucho. Tire lo que había que tirar y desayuné. Salí a la secundaría con mi pequeño amigo, para prevenir algo lamentable. Así lo hice varios días, pero no era necesario, Fifí y Sasho respetaban a Sócrates, hasta que murió, un par de años después. De hecho, dormían y jugaban todos, incluida mi ratita. Cuando salí de casa para estudiar, solamente quedaban de mi infancia, Motita, Boomerang, Penny y Sasho. Este último seguía conservando sus costumbres, pero con la edad, ya era necesario llevarle la comida hasta donde el estuviera. Nunca fue gato de azotea, ni de árboles, lo cual facilitaba esta labor, más a mi mamá. Un fin de semana, legué de mi comunidad (ya era profesor); y saludé a mi Motita y Boomerang. Sasho bajó las escaleras, pasó su cuerpo por mis pantorrillas y salió a asolearse nuevamente. Almorcé y platiqué con mi mamá un buen rato. Y salí de la cocina. Ahí en el patio, bajo los rayos del sol, yacía Sasho, después de darme la bienvenida, salió a morir en silencio, de manera plácida y cálida, sin alterarse; como vivió siempre, esperando que todo llegara cuando debía.

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