(Ilustración del autor)
La vio comerse a su propio hijo. Observó cómo la madre tenía los ojos en blanco mientras devoraba la cabeza del recién nacido. Atemorizado cerró los ojos mientras el sonido del diminuto cráneo masticado por los dientes cubiertos de sangre taladraba sus oídos. Intentó arrebatarle el cuerpo inerte pero una sola mirada bastó para que desistiera.
Desde
aquel día, le nació un odio hacia Santa, un odio alimentado por las imágenes
que no lograba olvidar, no comprendía lo que había visto esa noche, sus ocho
años de vida eran insuficientes para entender ese acto que consideró
injustificable.
Santa
se paseaba lentamente por el departamento como si no hubiera ocurrido nada, sus
movimientos silenciosos exasperaban al niño que desde su recámara, pensaba en
las mil formas posibles de hacerle pagar por lo que hizo.
Dos
días fueron suficientes para elegir la mejor forma. Esperó paciente a que se
durmiera, se acercó sigiloso para tomarla del cuello y la llevó a la azotea del
edificio en el que vivía. Simplemente la arrojó al vacío, pensó que seis pisos
serían suficientes para terminar con su vida, pero no fue así, en el aire se
dio vuelta y cayó parada, giró la cabeza hacia arriba y se fue caminando.
Al
día siguiente consiguió una jeringa y buscó durante horas alguna sustancia
letal que pudiera inyectarle, lo único que localizó cercano a sus propósitos,
fue un bote de “clarasol” con una calavera estampada y la palabra “peligro”.
Llenó del agresivo líquido la jeringa y durante tres días consecutivos la
inyectó. Nada. Después, utilizando un embudo le vació media botella en el
estómago. Tampoco, sólo vomitó durante una semana y comenzó a caminar con un
poco de dificultad, pero nada más.
Fue
entonces cuando decidió encerrarse con ella en la bodega del edifico, un
espacio reducido y vacío que le impediría huir. Tomó el encendedor, provocó la
llama y roció el aerosol. Un flamazo constante iluminó el lugar, ella estaba en
una esquina con los pelos erizados mirándolo fijamente a los ojos, respiraba
agitada, pero no emitía ningún sonido, ninguno. Dirigió la llama directo a la
cara, ella trataba de alejarse dando brincos de un lado a otro, pero él la
seguía sin dejar de apuntar a su cuerpo; el olor a azufre, a “cuerno quemado”
como se le conoce, le hacía pensar que estaba en el camino correcto. Había que
castigarla primero para después terminar con su vida, así como ella había
acabado con la de su hijito. Pero el contenido de la lata se terminó, dejando
al animal a media bodega envuelto en un humo denso, negro y gris, las orejas
encendidas como carbones, sus ojos bien abiertos no denotaban dolor, tampoco
odio, tal vez alivio.
No
apareció los siguientes días, alguien en el desayuno preguntó por ella. El niño
dijo que no la había visto, pero que estaba contento de que no volviera porque
se había comido a su propio hijo. Su madre le explicó que las gatas hacen eso
cuando alguno de sus gatitos nace muerto o enfermo —es por naturaleza que se
los comen, no por maldad—. Él respondió que eso no era natural, que mejor sería
que estuviera atropellada en alguna calle cercana.
Pero
el atropellado fue el niño. Un golpe seco lo hizo volar unos metros mientras su
ropa y zapatos salían despedidos de su cuerpo contraído como mecanismo de
defensa. “Algo” se atravesó por el boulevard y la conductora de una camioneta
negra giró bruscamente el volante llevándose al niño que esperaba cruzar la
calle.
Ahora
no puede mover sus extremidades, tampoco puede hablar, tiene la columna rota en
tres partes; tienen que alimentarlo a través de un tubito, lo que sí puede
hacer es respirar y mover los ojos; es a través de esas pupilas quietas que
todos los días observa cómo Santa entra a su recámara, pues sus padres piensan
que es una buena compañía ahora que se encuentra recuperada; la gata se sube en
las piernas del niño con una perturbadora gracia y lo mira durante horas
mientras pasa sus garras por su cuerpo lanzándole a la cara, siempre
sutilmente, la dotación de pelo que entra por su nariz y por su boca, que poco
a poco forma en sus pulmones y en su estómago, pequeños pastizales blancos y
grises que duelen, que pican, que queman por dentro.
Cada
día es un día menos para él, la felicidad es toda de ella, que parece que lo
cuida por las noches como cuidaría a su propio hijo.
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