Mayte
Romo
Dibujo: Maya Romero Rebollar.
Fuimos
presentados una tarde soleada cuando ella volvía de la escuela. Cruzó la puerta
con desgano: arrastraba los pies y aventó su mochila al sillón. Cuando fue
consciente de mi presencia, lanzó un grito y corrió hacia mí. Me cargó y yo
traté de retirarme su enmarañado cabello azul de los bigotes. Entonces, volvió
a emitir chillantes exclamaciones de alegría. ¡Rayos!, casi ensordecí, quería
que me devolviera al cojín del que me había levantado, que me dejara tranquilo.
Detrás de ella había entrado él. Lo noté cuando pasó junto a nosotros, porque le
dio una palmada en la cabeza que la obligó a callar y a quedarse quieta. Yo
apoyé mis patas delanteras en su pecho y le dije a maullidos que, si quería,
podía abrazarme otro ratito, al fin que me gusta jugar con estambre verde,
amarillo o azul.
Para
convertirme oficialmente en su gato guardián, ella me puso a prueba. Sus retos
favoritos eran los ejercicios de coordinación. Acariciaba mi pecho de gatito, y
luego abría su mano frente a mi cara, entonces, yo tenía que extender mis
patitas delanteras, como si abrazara el aire. Cada vez que yo hacía bien el
ejercicio, ella pronunciaba una larga exclamación y ladeaba su cabeza. Un reto odioso
que superé con dificultad consistía en perseguir un punto de luz verde que
aparecía en las paredes de su recámara. Me alegra que hayamos evolucionado
hasta el punto donde estamos hoy, porque duermo en las mañanas y, por las
noches, ya sin retos de coordinación, le ronroneo, la conforto y la resguardo
de él.
Acepto
que este día no he tenido éxito. He permanecido gran parte de la tarde sentado
a la orilla de su cama y todavía no me permite acercarme a ella. Quiero pedirle
que hable con su dulce voz cantarina, que juegue, ¡que brille! Ha caído la
noche, el momento en que puedo ver la luz que irradian los vivos. Hoy ella emana
una luz tenue que apenas delinea su cuerpo. Tal vez estoy usando una mala
técnica.
He
tenido varias ocasiones para crear formas de sanarla. Una tarde, él la hizo
quitarse de su lugar en la sala para conectar unos controles que manipula
mientras grita frente a la televisión. Ella había vuelto a quedarse callada y
quieta, como cuando nos conocimos. Entonces me puse a jugar con una liga que
usa para atar su cabello: la apresaba con mis patas delanteras y luego la aventaba,
para después perseguirla. La alegría le salía a carcajadas a la pequeña, que me
premiaba rascándome detrás de la oreja. Cuando cayó la noche, pude ver la luz
amarilla y azul que le brillaba en derredor. No puedo permitir que esta noche
termine sin que algo de ese brillo salga de ella, aunque por ahora, acostada
como está, debo descartar los juegos con ligas: no tendrá energía para
incorporarse a verme.
La
luz que viene de él es verde, aunque no siempre tiene el mismo matiz: en
nuestros peores días, es más oscuro. Cierta noche, cuando los focos de la casa
estaban encendidos, ella jugaba a caminar sólo por las sombras, como si las
áreas iluminadas del suelo estuvieran prohibidas. Yo miraba las luces de su
cuerpo danzar entre penumbras. De pronto, su resplandor verde militar intervino
para tomarla por la espalda y tirarla a la región más luminosa del pasillo
principal. Ella se apagó. Hecha un ovillo, permaneció unos instantes en el
suelo, bajo la cascada artificial de luz que salía de las lámparas de techo.
Entonces innové. Para sanarla, me paré en mis patas traseras y comencé a darle
empujoncitos con las patas delanteras. Le di empujoncitos a sus piernas, a su
espalda, a su cabeza y, al llegar a su regazo, me abrazó y me permitió
ronronearle motivos para ponerse en pie. Hoy ya intenté ese método, pero no hay
caso. Cuando le quedo a modo, alarga sus brazos para alejarme. Por lo menos, ya
me deja estar más cerca de ella.
Esta
tarde, ella extendió en la sala un tapete de plástico con cuatro líneas de
colores: gris, azul, amarillo y verde. Le entregó una especie de reloj de
manecillas a la señora que viene en las tardes para estar con nosotros. La
señora giraba la manecilla y decía alguna instrucción. Ambos niños colocaban
una extremidad sobre uno de los círculos. Al rato, ya estaban los dos hermanos
en cuatro patas torcidas. Era algo cómico de ver, y parecía que ellos no la
pasaban mal, porque reían. Pero él no aguantó el equilibrio y se cayó. Ella en
cambio se mantuvo firme y continuó riendo, incluso después de que él se había
levantado. Desde su posición segura, él tomó vuelo y le pateó un brazo,
provocando que su cadera, codo y hombro se estrellaran contra el suelo. Ella no
lloró. Ella nunca llora, sólo se apaga, se queda quieta o, como sucedió esta
tarde, se encierra en su recámara para restaurarse.
Pienso
que debería traerle un gurriato, pero eso será por la mañana. Ahora, acercaré
muchas ligas de colores a su cama, y algo de croquetas, porque no quiso cenar.
Dormir junto a ella no será mala idea, tal vez le contagie las ganas de cerrar
los ojos. Ahora que la siento cerca, sé que está más tranquila. Estoy seguro de
que su luz volverá a ser intensa, pero voy a cantarle una melodía en ronroneos
para asegurarme de que así sea.
Ha
llegado la mañana, no puedo ver otra luz que la del sol. Escucho los pasos de
él en la habitación de al lado. Se aproxima a nuestra recámara. Yo me encaramo
en el pecho de mi pequeña. Él entra. Ella termina de despertar. Intercambian
palabras. Él se va. Ella me acaricia un poco. Se levanta y comienza a
alistarse.
Mientras
bostezo y me estiro, pienso que no saldré de cacería. Debo reservar energías y
planear mejores estrategias, debo estar listo para cualquier tarde de éstas en
que ella necesite ser restaurada otra vez.
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