jueves, 9 de noviembre de 2017

Gato guardián



Mayte Romo
Dibujo: Maya Romero Rebollar.


Fuimos presentados una tarde soleada cuando ella volvía de la escuela. Cruzó la puerta con desgano: arrastraba los pies y aventó su mochila al sillón. Cuando fue consciente de mi presencia, lanzó un grito y corrió hacia mí. Me cargó y yo traté de retirarme su enmarañado cabello azul de los bigotes. Entonces, volvió a emitir chillantes exclamaciones de alegría. ¡Rayos!, casi ensordecí, quería que me devolviera al cojín del que me había levantado, que me dejara tranquilo. Detrás de ella había entrado él. Lo noté cuando pasó junto a nosotros, porque le dio una palmada en la cabeza que la obligó a callar y a quedarse quieta. Yo apoyé mis patas delanteras en su pecho y le dije a maullidos que, si quería, podía abrazarme otro ratito, al fin que me gusta jugar con estambre verde, amarillo o azul.
Para convertirme oficialmente en su gato guardián, ella me puso a prueba. Sus retos favoritos eran los ejercicios de coordinación. Acariciaba mi pecho de gatito, y luego abría su mano frente a mi cara, entonces, yo tenía que extender mis patitas delanteras, como si abrazara el aire. Cada vez que yo hacía bien el ejercicio, ella pronunciaba una larga exclamación y ladeaba su cabeza. Un reto odioso que superé con dificultad consistía en perseguir un punto de luz verde que aparecía en las paredes de su recámara. Me alegra que hayamos evolucionado hasta el punto donde estamos hoy, porque duermo en las mañanas y, por las noches, ya sin retos de coordinación, le ronroneo, la conforto y la resguardo de él.
Acepto que este día no he tenido éxito. He permanecido gran parte de la tarde sentado a la orilla de su cama y todavía no me permite acercarme a ella. Quiero pedirle que hable con su dulce voz cantarina, que juegue, ¡que brille! Ha caído la noche, el momento en que puedo ver la luz que irradian los vivos. Hoy ella emana una luz tenue que apenas delinea su cuerpo. Tal vez estoy usando una mala técnica.
He tenido varias ocasiones para crear formas de sanarla. Una tarde, él la hizo quitarse de su lugar en la sala para conectar unos controles que manipula mientras grita frente a la televisión. Ella había vuelto a quedarse callada y quieta, como cuando nos conocimos. Entonces me puse a jugar con una liga que usa para atar su cabello: la apresaba con mis patas delanteras y luego la aventaba, para después perseguirla. La alegría le salía a carcajadas a la pequeña, que me premiaba rascándome detrás de la oreja. Cuando cayó la noche, pude ver la luz amarilla y azul que le brillaba en derredor. No puedo permitir que esta noche termine sin que algo de ese brillo salga de ella, aunque por ahora, acostada como está, debo descartar los juegos con ligas: no tendrá energía para incorporarse a verme.
La luz que viene de él es verde, aunque no siempre tiene el mismo matiz: en nuestros peores días, es más oscuro. Cierta noche, cuando los focos de la casa estaban encendidos, ella jugaba a caminar sólo por las sombras, como si las áreas iluminadas del suelo estuvieran prohibidas. Yo miraba las luces de su cuerpo danzar entre penumbras. De pronto, su resplandor verde militar intervino para tomarla por la espalda y tirarla a la región más luminosa del pasillo principal. Ella se apagó. Hecha un ovillo, permaneció unos instantes en el suelo, bajo la cascada artificial de luz que salía de las lámparas de techo. Entonces innové. Para sanarla, me paré en mis patas traseras y comencé a darle empujoncitos con las patas delanteras. Le di empujoncitos a sus piernas, a su espalda, a su cabeza y, al llegar a su regazo, me abrazó y me permitió ronronearle motivos para ponerse en pie. Hoy ya intenté ese método, pero no hay caso. Cuando le quedo a modo, alarga sus brazos para alejarme. Por lo menos, ya me deja estar más cerca de ella.
Esta tarde, ella extendió en la sala un tapete de plástico con cuatro líneas de colores: gris, azul, amarillo y verde. Le entregó una especie de reloj de manecillas a la señora que viene en las tardes para estar con nosotros. La señora giraba la manecilla y decía alguna instrucción. Ambos niños colocaban una extremidad sobre uno de los círculos. Al rato, ya estaban los dos hermanos en cuatro patas torcidas. Era algo cómico de ver, y parecía que ellos no la pasaban mal, porque reían. Pero él no aguantó el equilibrio y se cayó. Ella en cambio se mantuvo firme y continuó riendo, incluso después de que él se había levantado. Desde su posición segura, él tomó vuelo y le pateó un brazo, provocando que su cadera, codo y hombro se estrellaran contra el suelo. Ella no lloró. Ella nunca llora, sólo se apaga, se queda quieta o, como sucedió esta tarde, se encierra en su recámara para restaurarse.
Pienso que debería traerle un gurriato, pero eso será por la mañana. Ahora, acercaré muchas ligas de colores a su cama, y algo de croquetas, porque no quiso cenar. Dormir junto a ella no será mala idea, tal vez le contagie las ganas de cerrar los ojos. Ahora que la siento cerca, sé que está más tranquila. Estoy seguro de que su luz volverá a ser intensa, pero voy a cantarle una melodía en ronroneos para asegurarme de que así sea.
Ha llegado la mañana, no puedo ver otra luz que la del sol. Escucho los pasos de él en la habitación de al lado. Se aproxima a nuestra recámara. Yo me encaramo en el pecho de mi pequeña. Él entra. Ella termina de despertar. Intercambian palabras. Él se va. Ella me acaricia un poco. Se levanta y comienza a alistarse.
Mientras bostezo y me estiro, pienso que no saldré de cacería. Debo reservar energías y planear mejores estrategias, debo estar listo para cualquier tarde de éstas en que ella necesite ser restaurada otra vez.

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